La temporada anterior de Orange is the New Black, de la que hablé en este mismo blog, terminó con la tragedia de la muerte de Poussey a manos de un vigilante de seguridad que la intentaba reducir, un hecho que en la realidad también sucede más a menudo de lo que nos gustaría.
Con esa premisa, nada bucólico podíamos esperar de esta nueva, pero tengo que reconocer que ha superado todas las expectativas y que, si bien sigue sin ser el terror psicológico de Oz, la situación de las reclusas, sus perspectivas personales y, sobre todo, la corrupción de la que son víctimas a todos los niveles construyen un relato duro, en el que las partes más cómicas han terminado siendo una mueca sarcástica que empeora el estado de ánimo, lejos de relajarlo.
Se masca la tragedia
Vaya por delante que todavía no he podido terminar de verla, pues, al contrario que en anteriores temporadas, esta se me está haciendo bola como un filete seco a un niño. El nudo en la garganta aflora y, a pesar de la brevedad de los episodios, intento ingerirlos con precaución y combinados con otras series.
Pero me basta para ver que lo vivido hasta ahora se puede tornar en una tragedia de proporciones épicas.
En primer lugar, porque la tensión entre los distintos bloques de presas del edificio aumenta a grandes velocidades y entre ellas hay mucha historia y venganzas que llevar a cabo. A eso hay que añadir, además, que las relaciones entre las presas de Litchfield, la cárcel de mínima seguridad, han empeorado gravemente desde que se cortó el motín ‘fantasma’ al que todo el mundo alude y que es el que da pie a esta nueva situación.
El colegio mayor que a veces parecía la prisión se ha tornado en casa del terror, y las amistades entre ellas han quedado atrás por lo que siempre sucede en estos casos, para que unas pudiesen librarse de mayor condena a costa de otras a las que han entregado.
La corrupción generalizada
El motín lleva, asimismo, a una lectura mucho menos personal y más política de la cárcel, que es lo que Orange is the New Black llevaba haciendo las últimas temporadas.
En ella se revela sin concesiones la corrupción a todos los niveles que afecta a las presas. Y es que, para empezar, los propios guardias tienen un gran secreto que esconder sobre el asesinato de uno de sus compañeros.
Estos guardias, como sucedía en otros episodios, tienen su propio sistema de trapicheo para introducir drogas y cualquier tipo de objeto de alta demanda en la prisión.
En un estamento superior se encuentran Natalie y su nueva jefa, que ha ascendido sobornando a la empresa para no denunciar en público y ante los juzgados que hubo un terrible error con ella durante el motín. Y así es cómo llega una gran incompetente a un puesto que le queda grande (algo que también sucede normalmente en la ‘vida real’).
Por encima de todo, a nivel económico y político, están los hasta ahora invisibles, los poderosos, políticos que necesitan chivos expiatorios, empresarios que hacen de las cárceles un negocio suculento… todos ellos influyen de manera fatídica en el presente y en el futuro de las reclusas.
Y el poso que deja, al menos hasta ahora, que llevo vista CASI toda la temporada, es que entre tanta tragedia y corrupción no hay salida. Pero está bien que nos lo cuenten, porque el discurso de que las cárceles son hoteles está calando demasiado y, si bien no se puede decir que muchas personas de las que están ahí sean angelitos, en muchos casos lo están por sus circunstancias económicas y sociales, e incluso aunque lo merezcan fuertemente, está bien que se haga ficción para concienciar de ese pequeño rincón oscuro de nuestra sociedad a los que pocos parecen prestar atención.
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